En movimiento
Juliana Castañeda
marzo 2023
Había una vez una estrella que, aburrida en su soledad y hastiada con su propio brillo, decidió cambiar de bóveda y habitar en las profundidades del océano. Allí estuvo tranquila, desapercibida, reposando durante cientos de años, hasta que un día volvió aquella sensación de aburrimiento. No le pareció que regresar a la lejanía del cosmos fuera una opción, así que optó por una solución diferente. Le gustaba ver el desfile de peces que cada día sin falta entretenían su existencia y pensó que quizás esta vez podía probar un cambio más drástico.
Queriendo experimentar algo nuevo, desarrolló un cerebro y unas aletas para convertirse en un escurridizo pececito. En su escuela conoció lo que es sentirse acompañado e identificado. Experimentó el cansancio, el miedo, la adrenalina, y descifró por primera vez el mar. Un día, cuando nadaba cerca de la superficie, notó que algo del otro lado hacia mover el agua. Asomó su cabeza afuera por un segundo, lo necesario para sentir una corriente desconocida que lo empujaba de regreso.
Curioso por entrar en contacto con esa fuerza invisible que sopla por encima de las aguas, decidió dejar las aletas y las agallas, y reemplazarlas con patas y pulmones. Después de nadar hasta algún riachuelo, se vistió de verde y empezó a brincar de alegría. No solo podía sentir el viento en su viscosa piel, sino que su nueva forma de rana le permitió recorrer un mundo de verdes y cafés. Le sorprendió la agilidad que se puede tener fuera del agua y se puso en marcha a descubrir los misterios que escondía ese nuevo ambiente.
Luego de muchos años familiarizándose con la vida terrestre entendió que estaba en constante peligro. Siempre a la defensiva por un posible ataque por tierra de una serpiente, por aire de un águila, o por agua de uno de sus antiguos familiares. No podía seguir viviendo con tantos picos de emoción. Debía ser más cautelosa. Entonces buscó en la naturaleza un cúmulo de piedras que le sirviera de escudo para cuando la fueran a atacar, y de hogar para cuando quisiera descansar. Se lo montó al hombro y continuó divagando por ahí. Sin embargo, el peso de ese nuevo accesorio le hacía imposible saltar e incluso ralentizó sus pasos. Poco importaba. Ya había conocido lo suficiente para poder ser paciente.
Por primera vez en su larga existencia se dejó guiar por la luna y el sol. En el día salía de su caparazón para comer algo mientras disfrutaba del calor y en la noche se guardaba nuevamente a meditar sobre lo que había observado. Pero una mañana de verano, cerca de sus cien años cuando ya se sentía envejecer, escuchó chillidos descontrolados, para nada armoniosos, que se combinaban en el aire y barrían con la tranquilidad del bosque. Era la primera vez que veía una pandilla de monos y, tras el impacto del jolgorio, le entró una nostalgia incontrolable de cuando solía saltar y andar en grupo. Sabiendo que podía actuar una vez más a favor de sus instintos, se propuso el nuevo reto de explorar el mundo desde las copas de los árboles.
Ya no tenía que dejarse menear, nadar, saltar, o andar. Ahora también se podía trepar y colgar. Se deshizo del escudo y de la obsesión por ser cautelosa y prevenida porque entendió que vale la pena aprovechar todo lo que ofrece la naturaleza. Como mono fue muy feliz. Aprendió sobre las relaciones de amistad y de jerarquías, sobre el honor y la competencia, conoció los beneficios de mover con agilidad y destreza tantas partes diferentes que sobresalen de su cuerpo. Percibió el mundo que había habitado por tantos siglos de una manera completamente diferente. Entendió que la Tierra es vasta y variada, y que es su hogar.
Pero como todo lo bueno dura poco, más tarde que temprano sintió que era tiempo de otra metamorfosis. Había escuchado sobre algunos de su especie que se rebelaron en contra de juguetear en los árboles sin apuro y habían optado por dominar el entorno desde el suelo. Pensaba que eran leyendas falsas porque algunos decían que esos monos ridículos también empezaron a usar solamente la mitad de sus extremidades para avanzar. Otros contaban que eran tan patéticos que incluso se querían diferenciar del resto andando con la espalda recta y queriendo alcanzar el cielo con su cabeza. Así habían adaptado su cuerpo, estirado como una liana que en vez de colgar apunta hacia arriba.
Fascinado por esas historias, el mono-rana-pez-estrella buscó hasta encontrar a esos seres fatuos. Adoptó sus mañas particulares y se quedó con ellos. Notó que su compañía era diferente a la de la escuela de peces o la pandilla de monos. Ellos hacían comunidades y se expandían rápidamente por todas partes. Siguió con ellos durante siglos, conquistando montañas, desiertos, valles y llanos. Aprendieron a valerse de la naturaleza, luego a dominarla, luego a explotarla, y luego a rendirse ante ella. Subieron a los puntos más altos, nadaron en lo más profundo, caminaron hasta lo más lejano y penetraron la tierra hasta más no poder.
No pudiendo avanzar más en ninguna dirección cardinal, los humanos empezaron a moverse en el aire a través de ondas. Desarrollaron complejos aparatos que como por arte de magia manipulaban distancias y disfrazaban la realidad. Puesto que ya no era necesario ir al desierto para sentir el calor de un sauna, o ir a la selva para tener el efecto de un humidificador, o nadar en el mar para absorber las sales de una exfoliación, ni siquiera valía la pena respirar los lugares que se esconden en las pantallas, todos se quedaron en sus casas. Se dedicaron a brincar de liana en liana en el explorador web, usando las paredes de su apartamento como caparazón, siguiendo la corriente digital con los de su misma especie, tranquilamente respirando bajo el agua, inmóviles e imperceptibles en el inmenso cosmos.