Sabor a casa

Juliana Castañeda
diciembre 2022

El tac tac del son combina con el toc toc del cuchillo chocando con la tabla de picar. Los vegetales y la harina les siguen el paso, brincando por todas partes mientras el guiso y las salsas se menean en las ollas. Mi papá organiza los regalos bajo el árbol, sentado sobre un cajón, cual caballo que va pal monte y deja que el ritmo de su galope lo guie mi mamá, que practica la clave desde la cocina con sus cucharas de madera. Ella dirige la orquesta de ingredientes mientras él se encarga del coro. Va golpeando suavemente la madera entre sus rodillas y dice gua para que nosotros le respondamos guan y nos devuelva un . En esas, mi mamá suelta la batuta para tomar las manos de mi hermano e indicarle que la guie alrededor de la sala. Él, un poco torpe, la persigue con pequeños pasos. Después de un rato, gana confianza por la sonrisa de ella y toma el control de las vueltas. Se mueven por todo el espacio como dos trompos que logran sincronía sin chocarse. Su ir y venir, tan fluido y cautivante, contrasta con el feroz vendaval que sacude los árboles desnudos de fondo.

Mi hermano le sigue el paso a mi mamá hasta el último resoplido de trompetas, pero, apenas puede, agarra el teléfono para tomar control de la música. Se tarda un rato en buscar la canción que tiene en mente y cuando la encuentra se me queda mirando en busca de aprobación. Espero unos segundos antes de regalarle una sonrisa y mirarnos con complicidad. Cuando escucho el ieo elquetumbaguan ja ja le pido que suba el volumen y entonces pareciera que el carro avanza más rápido por la autopista. Recorremos el globo de norte a sur, aumentando la velocidad y el volumen hasta llegar al clima tropical. Nos acercamos a la costa como una estampida, envueltos en el ruido de las bocinas, ajenos a lo que dejamos atrás y olvidando todo lo feo. Cuando la canción se termina, yo agradezco mentalmente por la brisa que transporta la humedad del mar hasta mi piel y mientras aparcamos el carro retumba en mi cabeza playa, brisa y mar es lo más bello de la tierra mía, tierra tropical con un ambiente lleno de alegría. No sé si venía de un anhelo en el fondo de mi memoria o de los altavoces del parque, pero basta con fijarse en lo que pasa alrededor para confirmar lo que dice aquel pregón.

Veo hombres usar de capullo las hamacas que cuelgan entre dos árboles, niños jugar al balón con energía suficiente para alumbrar una ciudad entera, mujeres prestándose como lienzos para que el sol tiña su piel y familias enteras disfrutando de este rincón del mundo que anida vida. Mirar hacia donde se juntan el cielo y el agua es como estar entre una de esas esferas de juguete que se sacuden, solo que todas las circunferencias se perciben azules y verdes. Hacia arriba y hacia abajo se tiñe de celeste o de aguamarina o de esmeralda. Y en el instante más perfecto del día también se cuelan destellos de amarillo, naranja y rojo que forman patrones hipnotizantes en el agua o anuncian la llegada de la luna.

-Está divino el clima, le digo a mi madre.

-Creo que le subieron a la calefacción, me responde y continúa preparando la cena.

Es difícil todavía acostumbrarse a los cambios de temperatura tan bruscos que se requieren aquí. Vestirse para el frio extremo y tener que aguantarse la calefacción, o estar más ligero de ropa pero congelarse por el aire acondicionado es un juego macabro que a muchos ha llevado hasta la locura. Yo misma me estoy desesperando por el suéter que se me pega incómodamente al cuerpo y el calor en mi rostro que ya es insoportable. Tengo el tiempo suficiente para darme una ducha y cambiarme de ropa antes de que esté la cena, así que dejo lo que estoy haciendo en la cocina para dirigirme al baño, pero me frena alguien que pone algo en mis manos.

Es un bol lleno de rugosos vegetales verdes a la espera de que los pique. En esta casa todos tenemos que ayudar a sacar adelante esta noche y yo he estado en labores de asistente de chef. Me gusta mucho más el trabajo de dj de papá o el rol de payaso que siempre toma mi hermano, pero no me quejo porque puedo ir charlando con ellos mientras tanto. Vuelvo a sacar el cuchillo y la tabla de picar y empiezo a cortar los vegetales. Me quedo prendada mirando la curiosa forma que tiene el brócoli y caigo en cuenta de que es eso lo que nos va a mantener frescos en este calor abrasador. Entonces nos ponemos en la misión de buscar el árbol perfecto para dejar nuestros corotos y cuando encontramos uno lo suficientemente grande para que los cuatro compartamos su sombra, nos sentamos en la arena sin tomarnos la molestia de usar sillas o poner una manta. Hay algo gratificante en saber que el áspero roce exfoliante precede al baño en aquel tibio mar y toca aprovechar que este tapete blanco sí permite el contacto con la piel.

Cierro los ojos unos minutos, descansando contra el tronco del árbol, permitiéndome sentir el movimiento de las olas que me arrastra a la calma. Cuando los abro, la luz del sol me enceguece por un instante y guía mi vista por el borde del mar que se dobla entre cayos y manglares. Me doy cuenta de que en este pequeño bosque que acompaña la playa predominan las palmeras de cocos y les digo que deberíamos procurar alejarnos de ellas porque estadísticamente más gente muere al año porque les cae un coco en la cabeza que por un ataque de tiburón.

-¿Quién te dijo eso? pregunta mi mamá.

Ella sonríe, negando con la cabeza, cuando respondo el nombre de mi amiga. Mi hermano escucha nuestra conversación y se pone en pie, diciendo que a esa amiga toca protegerla de la sección de frutas y verduras del super mercado y traerla a bucear al Caribe. No tuve tiempo de decir nada porque por fin estamos yendo al mar a lavarnos la arena y el sudor. Él empieza a correr, quemando toda la energía que tiene, mientras yo dejo que el sol y el agua me recarguen con cada paso. No quiero apresurar esta belleza de momento. Mis pies, calientes y ásperos por el roce con la arena, por fin se hidratan con el mar, después de tanto tiempo a la merced del invierno.

Es casi surreal sentirse bañado por esa agua que nos cubre el cuerpo y al mismo también deja ver lo que abraza. Me alegro de que no permita si quiera la posibilidad de ver el reflejo de quien la mira, previniendo que turistas y locales se ahoguen al caer vencidos por la obsesión consigo mismos. En cambio, funciona como una lupa que nos acerca la mirada a lo que vive debajo o la arrastra hasta el horizonte. Esa lejanía me hipnotiza y me descubro intentando calcular cuántos litros de esta agua bendita nos separan de nuestro segundo hogar.

El ruido de una lancha pasar, mezclado con la música que gozan familias y amigos en su interior, me sacuden el pensamiento. Me quedo viendo la espuma que produce el veloz movimiento y caigo en cuenta de que debo quitarme el jabón y revisar lo que se está cocinando en el horno. Mis pies juegan a esconderse en la espuma que resbala por mi cuerpo y luego reaparecen gracias al chorro de agua que cae del techo. Termino de ducharme rápidamente, salgo del baño y me quedo ciega otro instante. Las brillantes lucecitas resaltan el rojo y verde de la decoración y permiten el último vistazo a la capa blanca de afuera que se pierde en la oscuridad de la tarde. Mi papá hizo un buen trabajo ambientando el apartamento. Incluso dejó sobre el cajón una versión miniatura de nuestra familia. Un hombre de pie cuida a la madre que sostiene un bebe y a un burro que los acompaña.

Él mismo me saca de mi reflexión sobre nuestra religiosidad cuando pide que abramos una botella para ir entonándonos. Mi hermano le hace caso y nos brinda una copa a cada uno. Queriendo introducir la salsa especial que preparó, mi mamá busca fundirse con el sonido del timbal y le sigue el paso de campana con la copa y el cuchillo que usa para anunciar un brindis. Todos tomamos turnos para decirnos, palabras más y palabras menos, que nos amamos pero que en ese momento amamos más a la comida que no para de hacerse notar con el olor que desprende. Nos deseamos salud y Santa Teresa nos calma la sed.  Luego nos apresuramos a traer todo de la cocina al comedor y nos sentamos a probar el sabor de casa. Entre bocado y bocado se van combinando lo salado con las nostalgias, lo ácido con las preguntas, lo picante con los chistes, y lo dulce con las anécdotas.

El temporizador del horno indica que lo único que faltaba ya está listo, aunque el inconfundible olor ya había delatado a nuestro postre favorito. Las notas dulces, ácidas y saladas se baten en un duelo con el aroma reconfortante del pino que recogimos en el mercado una semana antes y vestimos una tarde fría de chocolate caliente con masmelos. No creo que este pino, que ahora parece sostener el techo de nuestra sala, lleve más de un mes desde que lo desprendieron de su tierra. Es un proceso tan rutinario y ancestral que ya no sale en las noticias ni los políticos hablan del tema. Menos en este país de desenraizados. Aquí nos cuentan por miles y nos agrupan en colonias a los vecinos de especies similares. Me gusta este pino que no nos comparte su sombra, pero nos regala su aroma acogedor.  Sus hojas y ramas parecen destilarse con el calor que sale de la cocina. Luego se separan en agua que hidrata la arena y el aceite que le da sabor a nuestra comida.  Nos deja con la libertad de acompañarlo con nuestro destilado favorito, sabor a caña de azúcar, que recuerda la oleada que sentimos unas horas antes cuando bajamos las ventanas del carro y se coló emocionado el olor a sal.