Aurora Rincón
Juliana Castañeda
septiembre 2023
Aurora Rincón sabía que había nacido para cosas grandes. Ciudades capitales, rascacielos, escenarios de primera, amplios repertorios, sueños grandes y realidades enormes. Por eso estuvo toda su juventud trabajando para salir de su pueblo, en aquel país pequeño con apartamentos diminutos y oportunidades ínfimas.
Sabía, también, que la única manera de amplificar su existencia era escribiendo. Así que se propuso crear un enorme universo narrativo que contuviera toda la magnificencia de este mundo limitado en el que le tocó vivir. A punta de esfuerzo y suerte saltó de piedra en piedra hasta cruzar el charco e instalarse lejos de sus raíces, en las enormes copas de los árboles que antes la mantuvieron en la sombra.
Desde allí podía observar toda la belleza con mayor claridad para narrarla. Escribió sobre las enormes catedrales europeas, los interminables edificios neoyorquinos, los amplios palacios asiáticos, las mezquitas gigantes en el medio oriente, los cristalinos lagos canadienses, la eterna sabana africana, y por supuesto, también las hermosas auroras boreales a las que le hacían honor su nombre y su existencia.
Dedicó su vida a jugar con palabras que contuvieran lo mejor del planeta, sin preocuparse por nada más. Pero como pasa tantas veces, las letras no llevaron a Aurora Rincón a habitar ningún rascacielos, ni a conquistar escenarios de primera, ni a que su repertorio artístico fuera apreciado en las grandes capitales. Cuando fue inevitable aceptar la derrota, decidió regresar a su pueblito natal a esperar que se la llevara la muerte.
Sin premios, ni fama, ni dinero, con muchos libros y manuscritos en vez de familia o amigos, se instaló en un apartamento minúsculo con vista a la plaza principal, donde sus contemporáneos pasan las tardes alimentando palomas y los jóvenes descubren la adrenalina de probar vicio a escondidas. Como la muerte tardó más de lo anticipado en pasar por ella, Aurora optó por desaburrirse de la única manera que conocía: escribiendo.
Escribió cualquier cosa sobre las pequeñeces que veía desde su balcón. A fuerza de costumbre llenó tres o cuatro cuadernos con observaciones planas sobre la aburrida realidad que le había dado la vida y le traería la muerte. No se comparaba con las experiencias que decoran el otro lado del mundo, pero en este punto poco le importaba nada. Incluso cambió su firma al final de cada texto pues no le parecía que quien escribía ahora fuera la misma persona que viajó por el mundo contando sus fantasías. Antes, acostumbraba a firmar “Aurora R.” pues le gustaba aprovechar su nombre exótico y suprimir su apellido provinciano, solo tomando de él la primera letra para que su nombre pareciera un verbo en infinitivo. Ahora finalizaba sus textos con el nombre “A. Rincón,” ocultando su identidad tras el apellido paterno que ejemplifica el lugar apartado en el que escribía.
Una buena mañana de lunes murió Aurora Rincón sin nadie que la llorara o le dedicara tres palabras de duelo. Los paramédicos que levantaron su cuerpo y los delegados de la alcaldía municipal optaron por dejar tiradas sus pocas pertenencias en la calle para poder rentar nuevamente el apartamento. La única persona interesada en revisar las torres de papeles abandonadas frente a la plaza fue un estudiante europeo que estaba de paso por el país haciendo un voluntariado. Después de ojear los libros y cuadernos decidió llevarse los textos de A. Rincón pues le parecieron más sobrios y nada pretensiosos. En cambio, desechó los de Aurora R. pues no decían nada que él no supiera o no pudiera ver en HD por Netflix.
De regreso a su país, el voluntario europeo le mostró los manuscritos a un amigo árabe que había aprendido a leer en español durante su infancia. Este amigo, fascinado con los textos, le llevó algunas copias a otros compañeros que los tradujeron a otros idiomas y los subieron a Internet. Así, estos manuscritos se difundieron por todo el mundo pues los lectores de cada país se identificaban o se sorprendían con cada cotidianidad que narraban. Pasaron los años y la popularidad de las obras de A. Rincón fue creciendo hasta que se convirtió en un clásico de la literatura universal.