De paso por mi ciudad

Juliana Castañeda
agosto 2023

Entre el querer y el deber

Apago la estufa, sirvo el café, me siento en la mesa y saco el celular. Debería desayunar rápido y ponerme a trabajar para que me rinda el tiempo, pero ya hay días en que siento que me falta algo si no hago la respectiva llamada matutina. Seguramente dentro de una hora me voy a estar arrepintiendo, cuando me dé cuenta de que ha pasado una hora y no he hecho más que estar sentada hablando por teléfono. No quiero perder el tiempo porque debo hacer muchas cosas, pero también quiero hablar por teléfono y recargar energías para terminar todo lo que debo. Hago de cuenta que no me doy cuenta y dejo que mi mano marque rápido el número, antes de que me arrepienta.

“China, no me lo vas a creer,” me dice. “Estabas pensando en mí,” respondo. “Estaba a punto de llamarte.” Por lo general soy yo la que experimenta ese curioso coincidir en el que el pensamiento se sale de la cabeza y aparece en el celular como llamada entrante. “Ya sabes que estamos conectados,” contesto y me arrepiento inmediatamente de decir esas maricadas. La llamada va como de costumbre: ¿qué haces? ¿qué tal tu día? ¿cómo te terminó de ir ayer? ¿qué más de la vida de Fulanito? ¿qué planes tienes para hoy? ¿ya tomaste café? … Es el mismo baile que vamos ensayando ya casi un año. Variamos los chistes y estamos al día con las anécdotas, pero la estructura está intacta.

Ya se siente que se va acercando los sesenta minutos en el cronómetro, así que le vamos bajando a las revoluciones para no frenar en seco. Podríamos seguir hablando por más tiempo, creo que el récord lo tenemos en cuatro horas de corrido y seis con intervalos de descanso (algunos lo llaman ‘trabajar’). Pero de unos meses para acá hacemos nuestro mayor esfuerzo por no dejar que tanto blah blah blah interrumpa el flujo normal y saludable de nuestro día a día. “Ya solo queda una semana,” me dice. “Una semana,” repito. “No puedo creer que falte tan poquito.” Yo tampoco.

Por mucho tiempo creí que ni siquiera se iba a dar en un futuro próximo, y cuando lo confirmé me imaginé que a una semana estaría mucho más emocionada de lo que en realidad estoy, y de lo que en realidad está él.  No quiero decirle que no tengo ganas de verlo, porque sí quiero verlo, pero no debo decirle todo lo que me pasa por la cabeza. Quisiera saber qué es lo que debería hacer y sentir y pensar, para poder decírselo, pero no quiero admitir que no debería verlo. Quiero ser honesta, pero a veces no quiero hacer lo que debo hacer. No sé si debería hacer lo que quiero o querer hacer lo que debo. Ya cállate Juliana y di algo en voz alta antes de que pregunte en qué piensas. “Esa mente tuya no para, ¿no?” Está repitiendo lo que le confesé hace años, cuando nos vimos por primera vez.

Yo tenía quince años recién cumplidos y mi papá había organizado un viaje familiar a Cali. Era un buen destino para nosotros porque un familiar de un familiar nos alquilaba la casa y mis primos tenían amigos del colegio que se habían mudado allá después de graduarse. En ese entonces no sabía disfrutar los paseos tanto como ahora y prefería quedarme encerrada leyendo libros. Pero estaba prohibido para mí decir que no a pasar tiempo en familia, así que fui a Cali.

El primer día los adultos responsables nos dejaron salir a los niños con los adultos irresponsables que iban a visitar a sus amigos de infancia. Mis primos me llevan como cinco años, pero siempre he preferido andar con gente mayor, así que no me disgustaba salir con ellos. Cuando llegamos al apartamento de sus amigos, dos hermanos que ahora vivían solos en Cali, repartieron algo de beber para mojar la garganta mientras ellos se ponían al día. Yo me senté en una esquina a tomarme lo que sería mi primera Heineken, sin llamar la atención, porque nunca se me ha dado bien las interacciones con desconocidos. Cuando ya todos estaban lo suficientemente tomados para subirle a la música y cantar como si estuvieran despechados, uno de los hermanos, el mayor, se acercó a hacerme conversación. Supongo que le di pesar. Después de ponerme roja un rato hablamos de cualquier cantidad de cosas que ya no recuerdo, hasta que a él le pareció entender que yo aún seguía estudiando en el colegio. “Ya va, ¿vos cuántos años es que tenés?” me dijo con lo que imagino que era su recién adquirido acento caleño. “Quince,” respondí. “No jodás, tú eres una chinita,” me dijo con lo que debía ser su más entrañable acento rolo. “Sip,” respondí queriendo sonar como una adulta. “Vení, pa acá, China, bailemos un poco que ya estoy cansado de estar sentado.”

No fue que entonces quisiera besar a ese total desconocido, porque claramente no debía hacerlo y menos delante de mi familia, sino que las cosas se dieron así y ya luego era muy tarde para arrepentirme de querer lo que no debía. Total, nunca nos volvimos a ver después de ese paseo. Yo me gradué del colegio, me mudé a Canadá, me gradué de la universidad, etcétera, etcétera. Me convencí de que era una adulta responsable y me olvidé casi por completo de ese encuentro entre una adolescente y un adulto irresponsable. Hasta hace casi un año, cuando me llegó un mensaje por Instagram: “Hola Chinita, ¿cómo vas?” Sabía que no debía responder, pero … coño, de verdad quería.

Día 1 (martes)


La realidad supera la ficción

Día 2 (miércoles)

Hoy es un buen día para ser productiva. Me levanté, fui al gimnasio, fui a misa, me arreglé, desayuné, preparé clase, di clase, di otra clase y acabé. Todo antes de la una de la tarde. A penas el reloj marca esa hora me paro de la mesa, muerta de hambre, y me dispongo a calentar mi almuerzo. Justo cuando entro a la cocina se abre la puerta del apartamento y entra un tipo con traje negro y casco de moto naranja. “Quihubo,” le digo con el característico movimiento de cabeza. “Hola Flaquita, ¿qué más?” “Todo bien, estaba dando clase, ¿y usted qué?” “Lo mismo de siempre,” me dice, “trabajar fuertemente”. Me cago de la risa y le digo que ni él mismo se lo cree. Él se ríe también y me dice que yo ya no tengo autoridad moral para burlarme de él. Es cierto.

Toda la vida hemos hecho chistes sobre mi tío que es el tipo más suertudo del mundo porque le pagan por hacer nada. En realidad, no es mi tío. Roberto es el esposo de mi tía y yo le digo Berto. Desde que tengo memoria, él ha dicho que su oficina es la casa de la suegra y ya todos nos acostumbramos a eso. Cuando era niña y me quedaba en el taller de mis abuelos después del colegio, siempre me encontraba allí a Roberto con las cajas de cigarrillos que tenía que distribuir por la ciudad. Desde entonces ha cambiado de trabajo varias veces, pero siempre cuidándose de que pueda pasar al menos un par de horas cada día en la casa de mi abuela hablando paja. Ahora que me estoy quedando en el apartamento donde viven mi mamá y mis abuelos lo veo todos los días cuando viene a ‘cumplir con su jornada laboral.’ Es decir, viene a calentar el almuerzo y esperar a que den las 4pm para irse a la casa. Ya lleva diez años de mensajero en una empresa de transporte y su jornada, en la práctica, es de 8am a 12pm. Nadie del trabajo sabe dónde se la pasa la segunda mitad del día.

Para seguirnos riendo le cuento que mis amigos ya se quejan de ‘lo mucho que trabajo.’ Victoria me reclama por llamarle trabajar a estar echada en el sofá viendo Twitter y Julián se exaspera de escucharme hablar por teléfono durante toda la jornada laboral. “La cochina envidia,” nos burlamos descaradamente. “Si ve Flaca, ya nadie nos respeta, nadie sabe lo que es partirse el lomo como nosotros.” Me rio, preocupada, porque de verdad sí tengo cosas que hacer. Debo escribir, preparar la clase de mañana, programar contenido en redes, estudiar para un examen, leer… pero en verdad lo que quiero es aprovechar mi visita a Colombia para pasar tiempo con la gente que aprecio. Calentamos nuestros almuerzos y nos sentamos a hablar sobre la corrupción en este país. Menciono el tema de las pirámides y él me educa más sobre ese delito de apropiación indebida. Me cuenta anécdotas de amigos suyos que fueron víctimas o victimarios hace unos años y comentamos sobre la exaltación de la cultura traqueta que es tan característica del colombiano. Le acuerdo de cuando algunas personas revendían pasajes de bus del nuevo sistema de transporte de Bogotá y nos quejamos de la gente que todo lo quiere fácil. Él le envía un mensaje a la jefe diciendo que está metido en un trancón, yo comparto una publicación en Facebook para marcar una hora de trabajo, y continuamos la charla.

Como es costumbre, después del almuerzo pongo hacer un tintico pa’ seguir echando rulo. Berto me pregunta cómo nos fue ayer en el funeral y yo me suelto en prosa. “Parce, tengo un montón de chismes, prepárese,” le digo mientras le recibo una chocolatina para acompañar el tinto. Duramos una hora más hablando sobre la familia de la hermana de mi bisabuela y lo diametralmente opuestos que son a la decendencia de mi bisabuela —mi familia. Concluimos que la plata y la educación les dieron a la difunta y a su familia la posibilidad de ser gente culta y de alcurnia, de clase alta que vive en Cajicá. A nosotros la violencia y la pobreza nos dio familias monoparentales, bajos índices de escolaridad, y viviendas sobrepobladas en Kennedy y Soacha. “Qué cantidad de historias locas que yo no conocía,” me dice. “A lo bien que esto está a la altura de Cien Años de Soledad y La Casa de los Espíritus,” concluyo con la promesa de algún día escribir una novela.

Dan las tres y Roberto me pide otro tinto. “Nah, pero es que eso así a una mano no aguanta,” le digo. Aquello lo empezamos a decir en mi familia desde que otra tía visitó Pasto y aprendió que ellos le llaman ‘tinto a dos manos’ al acto de acompañar el café con algo de comer. “Camine compramos pan.” Nos fuimos hablando sobre una contemporánea mía que lo tiene todo en la vida y no está conforme con nada. Regresamos, mojamos la palabra con la segunda tanda de onces, y continuamos. Él me cuenta sobre un compañero de trabajo que dejó embarazada a su amante, abandonó a su familia, se arrejuntó con la otra, vive un infierno con ella, invirtió los papeles y ahora le pone los cachos con su exesposa. “Definitivamente la realidad supera la ficción,” me dice Berto antes de decretar el fin de nuestra jornada laboral y despedirnos a las 4:30pm.

Ya estando sola, me siento nuevamente para leer un rato y me llega un mensaje al celular. Ya va a arrancar la flota. De Cali a Cúcuta hay un largo trecho. No sé qué tanta gente hace ese recorrido por tierra, pero conozco a uno que se lo va a aguantar para conocer a fondo su país a punta de paradas técnicas. La primera flota sale hoy del Valle del Cauca y uno de sus pasajeros me informa que va a llegar a la capital en cinco días. No son cinco días de camino, claro que no. Como dije, ese tiempo lo va a usar él en turistear y yo en dejar que mi cabeza me siga enloqueciendo. “Ya quiero verte,” dice. Lo mismo pensé yo hace un año. No debí haberle dicho que lo quería ver, y menos después de que me enteré de que mientras yo conseguí un título universitario, él estuvo casado. Ahora resulta que el adulto irresponsable se muda a Cúcuta, huyendo de su exmujer, y quiere aprovechar para encontrarse en mitad de camino con la niña que ya tiene la misma edad que él tenía cuando se besaron en Cali. Nunca me imaginé que en mi paso por Bogotá me iba a encontrar en esta situación. “Definitivamente la realidad supera la ficción,” repito yo.


Se me movió el piso

Día 3 (jueves)

Hoy sí es un buen día para ser productiva. Me levanté, fui al gimnasio, fui a misa, desayuné, arreglé el apartamento, me arreglé yo y programé contenido para redes. Todo antes de las doce del mediodía. Entonces entra la consabida llamada.

- ¿De qué parte de Colombia nos saluda usted hoy? Digo yo, con mi mejor voz de locutor.

-De Armenia, China. Aquí es donde debería venirme a vivir yo, es una belleza.

-Pues quédate allá.

-No, no, está demasiado cerca de Cali. Yo necesito irme a la mierda.

Sonrió, sin prestar mucha atención. Sigo programando contenido en redes. Hoy estoy decidida a ser muy productiva. Nada de distracciones. O por lo menos nada de no multitaskear durante las distracciones.

- Además, no me puedo quedar aquí porque tengo que pasar por Bogotá. Tengo un par de asuntos pendientes por allá. Dice él, sonriendo, mientras se baja las gafas de sol del cabello a los ojos.

Cambio el tema para no pensar en los asuntos pendientes que nos esperan en el terminal de Bogotá el día lunes. Le pido que me cuente sobre el viaje y sobre lo que le ha gustado de Armenia. Él me hace caso y entra en detalles. Escucho que habla maravillas sobre el Eje Cafetero y sobre el lugar donde se está quedando, me muestra por video la finca donde va a pasar un par de noches y me hace un resumen del itinerario que tiene planeado.

Tenemos demasiada practica en dejar al otro hablar hasta que se canse. Es lo que llevamos haciendo por casi un año: hablar, hablar, hablar y hablar. “Ese tipo te desconfiguró el cerebro,” me dijo Victoria al respecto una vez. Era difícil contradecirla si desde su primer mensaje por Instagram no paramos de hablar ni un solo día. Ese tipo me desconfiguró el cerebro porque todo el esfuerzo que había hecho por organizar mi vida de adulta responsable y por tener rutinas de hábitos productivos se había ido al carajo en cuestión de semanas. Cualquier cosa que hiciera iba acompañada de una llamada telefónica. Al principio dejaba que me llamara mientras sacaba a pasear a su perro y yo programaba contenido en redes. Siempre me ha gustado hacerme creer que, si hago otra cosa simultáneamente, no cuenta como una pérdida de tiempo. Luego pasamos a hablar mientras cada uno cocinaba. Luego mientras cada uno cenaba, almorzaba, desayunaba. La situación se volvió un poquito ridícula. Nosotros tampoco entendíamos qué estaba pasando por nuestras cabezas, pero especialmente no entendíamos cómo podíamos hablar tanto sin quedaron sin tema de conversación. Es que ese tipo me desconfiguró el cerebro.

No era la primera vez que alguien hacia la observación de que había algo de irreconocible en mí cuando interactuaba con él. Hace años, cuando aún nos quedaban unos días de vacaciones en Cali, mi prima me había preguntado porqué estaba actuando tan diferente. Yo era la típica adolescente tímida de las películas: la que sacaba las mejores notas y no socializaba por estar leyendo libros y escuchando música. Esa imagen no correspondía a la chica que había estado tomando, coqueteando y bailando con uno de sus amigos. Así que mi prima no pudo más que preguntarme qué me estaba pasando. “No lo sé, creo que solo me siento muy cómoda con él, no me da la pena que me suele dar con el resto de gente,” fue mi respuesta. Después del primer encuentro nos volvimos a ver varias veces con los hermanos rolos que residían en la Sucursal del Cielo. En todas esas ocasiones mi familia me vio alegre y desinhibida con el mayor. “O sea que ese man le movió el piso,” concluyó mi prima.

Ahora estoy multitaskeando programar contenido en redes, escucharlo a él hablar sobre Armenia, recordar las conversaciones interminables e inoportunas por teléfono, y analizar qué tan desconfigurado tengo el cerebro y qué tan movido está mi piso. Pero unos ruidos estridentes del otro lado de las paredes me sacan de mi cabeza. Qué es eso, será la señora que limpia el edificio, quizás alguien se calló por las escaleras, no, no puede ser. Siento que la mesa donde estoy trabajando me empuja hacia atrás y el respaldar de la silla me empuja de vuelta. Miro hacia la pared y veo que los cuadros se están moviendo. “Ya va, ya va, espera, espera,” le digo a la voz en el teléfono. Entonces imagino a un gigante verde de siete metros de altura y dos de ancho agarrar la sala de mi casa y zarandearla como si quisiera averiguar si hay algo adentro basado en el ruido que produzca el movimiento. No eso no es posible, eso no es lógico. Aunque sea lo que estoy sintiendo, debe haber otra explicación.

- ¿Qué pasa? dice la voz en el teléfono.

- Creo que está temblando.

- ¿Qué?

- Ush, jueputa, sí, está temblando, pero una gonorrea.

- Ya va, pero ¿todavía está temblando? pregunta y me hace caer en cuenta de que debe haber pasado por lo menos un minuto.

- Sí, todavía está temblando, mira los cuadros cómo se mueven. -Volteo la cámara y le muestro-. Dios mío, este es el temblor más duro que he sentido en la vida, digo con cierta preocupación.

- ¿Nada que para?

- No, ¡mira los cuadros!

En cuestión de una hora tembló tres veces en Bogotá. Después de la primera sacudida, colgué el teléfono y salí al frente de la torre como mandan las indicaciones preventivas. Esperé cinco minutos y volví a entrar para seguir trabajando. A penas me senté volvió a sacudirse la sala, así que salí nuevamente, esta vez al parqueadero por si ahora sí se derrumbaban las torres de apartamentos. Mientras esperaba afuera volvió a temblar y otra vez se activaron las alarmas que anuncian a los residentes que deben evacuar, por si no se habían dado cuenta que se nos está moviendo el piso a todos. Cuando ya me aburrí de esperar y de imaginar lo que pasaría en Bogotá si llegase a ocurrir un terremoto como los que han afectado a la Ciudad de México, entré nuevamente al apartamento. Me puse a trabajar. Sigue siendo un buen día para ser productiva.

Solo hasta el final de mi jornada laboral hablé con varios familiares y amigos para saber cómo les había ido durante el temblor. Recolecté todo tipo de historias basadas en sus anécdotas memorables. Un hombre se dio cuenta de que estaba temblando luego de que se cayó de la butaca en donde estaba sentado almorzando. A una señora el temblor la agarró literalmente con los pantalones abajo cuando se disponía a orinar. Otra, muy angustiada, bajó las escaleras de su edificio corriendo cuando tembló por segunda vez y no le importó dejar atrás a su marido y llevarse por delante a una señora obesa que bajaba lentamente con la ayuda de un bastón.

Pero la peor de las historias fue la que lastimosamente se hizo viral. La de una mujer migrante que esa noche se estaba quedando en el octavo piso de un edificio y, presa del pánico por la manera surreal en que se movía el apartamento, viendo que la puerta estaba cerrada con candado y ella no tenía llaves, decidió jugársela por evacuar de otra forma. Los videos de los vecinos desde diferentes ángulos la muestran saliendo por la ventana e intentando descender por la fachada del edificio. Parece que sus fuerzas le alcanzan para bajar un piso con mucho cuidado antes de resbalarse y caer en medio segundo al parqueadero. Fue la única muerte registrada a causa de la jornada de temblores en Bogotá.

Gracias a Dios no pasó a mayores en la ciudad ni en mi familia. Ya es de noche y estoy demasiado cansada para estar asustada. Hace dos horas volvió a temblar un poco y, como si se tratara de una costumbre de lo más natural, los vecinos de este y todos los barrios de la ciudad nos volvimos a ver las caras y las pijamas en el exterior de nuestros hogares. “Bueno, sí va a pasar algo mientras dormimos pues que pase, pero yo llego hasta aquí porque mañana hay que madrugar,” pienso cuando me acomodo en la cama y cierro los ojos.

Mientras me quedo dormida voy recordando las reacciones que tuvo la gente cuando se les movió el piso. Risa, confusión, pánico total, calma, desesperación, incredulidad. Yo pensé que una creatura mitológica estaba jugando a la casa de las muñecas con mi apartamento. Es cierto que me angustié un poco porque nunca había vivido un temblor así, pero sobre todo me exasperó no poder seguir con la productividad que correspondía al día de hoy. Cuando quise volver a trabajar tembló por segunda vez y luego otra vez. Esa fue mi reacción hoy y lo que he pensado por tanto tiempo: ‘Bueno, ajá, se me movió el piso, pero puedo seguir con lo que tenía planeado para mí.’ Me gradué del colegio, me mudé a Canadá, me gradué de la universidad, etcétera, etcétera. ‘Me desconfiguraron el cerebro, pero puedo ir haciendo mil cosas mientras hablo por teléfono.’ Me convencí de que era una adulta responsable. ‘Un gigante está sacudiendo mi casa, pero yo tengo que terminar el trabajo que quedé de terminar hoy.’ Me preparé psicológicamente para acabar esta semana y confiar en Dios en que el lunes no se me vaya a caer encima el terminal de transportes.


Está hecha toda una señorita

Día 4 (viernes)

Hoy es un día ocupado. Tengo en la agenda mental: acompañar a mi mamá al trabajo en la mañana y tener mi primera clase práctica de conducción en la tarde. Empecemos.

“No, no, te pongas esa ropa, casi no me gusta como se ve ese pantalón y ese saco está muy informal,” me dice mi mamá. Hace no mucho tiempo me habría puesto a pelear por mi derecho a la libertad de expresión, a vestirme como se me dé la gana, a estar cómoda y a no dejar que nadie escoja mi ropa. Pero, contrario a lo que pensaba cuando era adolescente, ya me di cuenta de que la mejor manera de ejercer mi adultez es evitando peleas desgastantes. Así que hago caso. “Ponte mejor el pantalón blanco con la camisa morada, me gusta mucho esa pinta.” Va. Me cambio de ropa, me maquillo, me peino los crespos y abro la puerta para salir del apartamento. Mi mamá me mira de arriba a abajo con orgullo, hace una pausa en mis pies, me mira a los ojos por dos segundos, se ríe negando con la cabeza y dice “está bien, igual con lo que te pongas de ves bonita.” Ella sabe que yo sé que ella odia estos enormes tenis multicolor. Pero ella también ha aprendido a dejarme ganar algunas batallas.

Llegamos al colegio donde mi mamá ha trabajado como profesora por casi veinte años. La última vez que estuve aquí tenía dieciséis años y me la pasaba en los pasillos chateando con el noviecito tóxico que me conseguí para ejercer mi derecho a la libertad de expresión, a vivir como se me dé la gana, a estar enamorada y a no dejar que nadie escoja mi circulo social. Hoy vengo con una misión muy específica: ayudarle a unos estudiantes de noveno a pasar su examen de inglés. Pero me emociona más venir a saludar a todas las profesoras que me conocen desde que era una niña y me sentaba en sus clases a leer libros.

Me la pasé toda la mañana saludando gente que abrían la boca con asombro y alegría antes de abrazarme y comentar sobre lo mucho que he crecido. “Cómo está de grande.” “Casi no la reconozco.” “Cómo está de bonita.” “Igualita a la mamá.” “Se nos creció la enana.” “Está hecha toda una señorita.” Sonrisas, abrazos, risitas, gracias, gracias, risitas, abrazos, sonrisas. No voy a mentir, me gusta este efecto, me gusta ver sus reacciones y recibir sus cumplidos. Pero más allá de la oleada de vanidad, sentí mucho cariño sincero de parte de estas personas que han influido, de una u otra manera, en mi vida.

Después de tantos años pegada a las botas de mi mamá he aprendido a comportarme como toda una señorita. No sé si a serlo, pero al menos a poder comportarme como tal cuando es pertinente. Saludo con la mejor de las sonrisas, agradezco los cumplidos, sacio su curiosidad sobre mi vida, pregunto por sus hijos/parejas/proyectos, asiento periódicamente, y cierro con un “me alegra mucho verte.” Si me caen muy bien también ofrezco mi ayuda para cualquier cosa que necesiten inmediatamente o en el futuro. Toda esa rutina me mantuvo ocupada antes de sentarme con los estudiantes de mi mamá a repasar inglés.

Desde que estaba en el colegio solía explicarle a mis compañeros y familiares temas que no entendieran sobre casi cualquier materia. De hecho, ahora me gano la vida siendo tutora de inglés y de español. Pero no deja de sentirse raro pararme frente a unos adolescentes a actuar como adulta. Mientras les doy una pequeña clase de inglés, los analizo e imagino las cosas por las que están pasando. Qué hace que yo también tenia esa edad, usaba uniforme, odiaba hacer tareas, solo quería salir del salón para encontrarme con el chico que no me convenía y le daba mucho de qué hablar a mis profesores. No puedo creer que ya hayan pasado seis años. Mírenme ahora, hecha toda una señorita.

Hago lo que puedo con el tiempo y los estudiantes que me dieron, almuerzo, y salgo corriendo a clase de conducción. No es la primera vez que me siento a conducir un auto, pero sí la primera vez que lo intento con uno manual y con un profesor de verdad al lado. Todo empieza normal, o como me imagino que es una clase de conducción normal. Yo respondo mal a las preguntas que él me hace, él reacciona como cualquier profesor colombiano acostumbrado a la mediocridad, y ambos nos tomamos la clase un poco en chiste y un poco enserio.

Cuando es momento de pasar de lo teórico a lo práctico, el profesor me pide que pise el freno y el embrague y encienda el carro. Le hago caso. “¿Sentiste eso?” me pregunta. “¿Qué cosa?” “El freno.” “Ehh…” me quedo pegada intentando buscar en mi memoria de corto plazo alguna sensación en mi pie derecho. Nada. “Creo que no,” le digo, “¿qué tenía que sentir?” “¡Pues el freno! A ver, hazlo otra vez.” Apago el carro, suelto el freno y el embrague, piso el embrague y el freno a fondo, enciendo el carro, siento el freno liberándose. “Ah, ahora sí … creo que no estaba pisando bien la primera vez.” “Tienes que aprender a sentir el carro para conducir bien,” me responde el profesor. Yo pienso que me va a dar un discurso metafísico sobre la sinergia que debe existir entre la máquina y el hombre para que ambos alcancen su máximo potencial. En cambio, me dice: “Está bien que seas una señorita sin sentimientos. Nada de sentimientos con los hombres. Diles que no a todos y hazte respetar. Pero el carro hay que sentirlo a fondo y estar siempre conectado con él.”

Después de ese crash course en feminismo que no veía venir y que no refleja para nada mi lamentable relación con los carros y con los hombres, empecé a conducir. Andamos lentamente, dando vueltas alrededor del mismo barrio. Era la primera vez que debía coordinar mis dos pies para que el embrague y el acelerador pusieran el carro en movimiento, así que naturalmente lo hice terrible. Cada arranque era un sufrimiento para mí, para el profesor y para el carro.

Mientras avanzaba la clase y el profesor intentaba hablar conmigo iban surgiendo en la conversación pedagógica dichos típicos colombianos. Yo soy fan de cómo hablan los abuelitos y los ñeros en este país, así que no dudé en incluir frases de ese estilo en lo que decía, o en complementar las que empezaba el profesor. Nuevamente, con la idea de ilustrar a la alumna la mejor forma de conectarse con su cuerpo y su vehículo, el profesor insiste en que sea muy sensible al funcionamiento de los pedales. “Es que tiene que estar todo el cuerpo relajado y conectado con el movimiento sutil de los pies,” me dice. “Es como el dicho de las abuelitas,” continúa asumiendo que yo sé de qué está hablando. “El de que los besos no se sienten aquí,” dice tocándose la boca con su mano derecha. Lo miro de reojo un par de veces y me quedo callada para que sepa que no sé lo que sigue en ese dicho. “Los besos no se sienten aquí, sino acá” termina, riéndose, moviendo su mano derecha de la boca a la entrepierna.

Asiento ampliamente con mi cabezota, roja de la vergüenza y clavo mi mirada al frente sin decir nada. Sigo dando vueltas alrededor del mismo barrio y me quedo intentando averiguar qué le hará pensar a este profesor que puede hacer comentarios inapropiados conmigo. “Será porque ya estoy hecha toda una señorita,” me imagino.


La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida

Día 5 (sábado)

Hace tres semanas fuimos a un concierto épico de salsa y mi mamá y yo todavía no lo superamos. Tampoco tenemos intención alguna de hacerlo porque, no sólo fue una experiencia demasiado bacana para cada una individualmente, sino que fue una oportunidad hermosa para unirnos un poco más. La noche después del concierto fue casi tan especial como la del espectáculo. Viendo por enésima vez los videos que grabamos, y comentando sobre cada artista y cada canción, mi mamá me agradeció llorando por haberle insistido tanto en comprar las boletas. “Tú no sabes lo que la salsa significa para mí,” me dijo moqueando. Entonces me empieza a contar un montón de historias que yo desconocía y que estaban siendo para mí como trozos faltantes de un rompecabezas sobre su juventud.

Nunca había escuchado a mi mamá hablar así de la música, yo creí que ella tenía poca sensibilidad artística. Sus historias me llenan de mucha felicidad y me dan ganas de poder conocer a la Marisol de hace veinticinco años. Lo más gracioso, sin embargo, es que ella me lo estaba contando con algo de pudor. “Te quiero pedir perdón,” me dijo, “porque yo fui muy egoísta cuando supe que estaba embarazada y lo primero que pensé fue que ese bebé significaba el fin de mis días de rumba.” Literalmente me eché a reír y la besé la cara empapada en lágrimas. “¡No me tienes porqué pedir perdón por eso!” le dije. “Pues con razón que yo me la paso cada fin de semana tomando y bailando en Montreal … Ya no te puedes quejar,” agregué burlonamente.

Desde esa noche hemos pasado varias escuchando salsa mientras hacemos nuestros deberes. Yo dejo que ella escoja las canciones para que me presente muchas que no conocía y de paso siga soltando la lengua sobre su “pasado oscuro.” Viéndola gozar esas sesiones de escucha me pongo a pensar en que mi mamá tampoco tiene ni idea de lo que la salsa significa para mí. Claro, no es un peso comparable al que tiene en su vida, pero yo también siento que la salsa tiene un lugar especial en mi corazón.

Aunque ellos no contaran casi nada sobre su época salsera, todo lo que yo sé de ese género viene de la influencia de mis papás. Mi mamá es especialmente fan de la herencia cubana y algunos fines de semana me ponía a escuchar la Orquesta Aragón, la Sonora Matancera y Buena Vista Social Club. “Dios mío, es que me encanta el sonido de la flauta,” decía cada vez. Mi papá prefería la escuela puertorriqueña. Sus pedidos musicales de salsa eran casi siempre los mismos: la icónica dupla de Héctor Lavoe y Willie Colón, el Gran Combo de Puerto Rico, y por supuesto su cantante de salsa favorito de toda la vida, Ismael Rivera. “Aprenda mamita, porque esto si es música, no como ese rejartón que escuchan hoy en día,” dice él cada vez. Por eso siempre me gustó lo que me ponían de salsa, en cualquier formato. Ellos se quejaban de que no les gustaba la salsa romántica del cambio de siglo, pero yo igual me aprendía las canciones de Maelo Ruiz, Jerry Rivera, Marc Anthony y Tito Nieves.

Antes de empezar el bachillerato tuve el presentimiento de que debía aprender a bailar salsa. Todo el mundo sabe que es una habilidad invaluable que se debe tener para entrar en la adolescencia, pensaba yo. Pero mi mamá nunca me siguió la corriente de enseñarme formalmente a bailar. Ahora entiendo que seguramente lo que ella tenía era miedo de que siguiera sus pasos, y peor alcahueteado por ella misma. De todas formas, me di mañanas de saber medio moverme al ritmo de un Joe Arroyo o un Grupo Niche.

La primera vez que bailé salsa con un chico fue a los quince años, cuando fuimos a Cali y estaba con mis primos tomando en el apartamento de sus amigos. No estuvo tan mal, no puedo decir que le di la talla al chico de veintidós con el que luego me besé, pero creo que tampoco me puse en ridículo. Él me enseñó algunos pasos y me contó sobre la salsa caleña que en ese entonces ya era legendaria también. Cuando fuimos de paseo no era la época del año adecuada, pero todo lo que escuché de ese chico me emocionó tanto que prometí volver, cuando fuera mayor de edad, a gozar un Feria de Cali.

Nunca pasó. La razón es que simplemente no se ha dado la oportunidad y creo que no lo he anhelado lo suficiente porque en Montreal he podido vivir una mini versión de ferias y fiestas. Esa sí que fue la escuela de baile que pedía a los doce años. Primero empecé a practicar con Julián. Éramos los dos colombianos que sabían bailar (obviamente él mucho mejor que yo) y a ambos nos gustaba lucirnos delante de tanto latino y gringo que no sabían lo que se les venía encima. Él me enseñó otros pasos y año tras año fuimos practicando lo suficiente para lograr una costumbre y una consciencia de los que es bailar salsa juntos.

Teníamos un amigo que se llama Juan. Él es una de las personas más impresionantes que conozco. Nosotros decimos que es como una esponja cultural. Nació y creció en Guatemala, pero él puede pasar por nativo de cualquier país latinoamericano. En lo que respecta al baile parece que Juan es más caleño que el chontaduro. Yo no era su pareja de baile predilecta, pero creo que estaba en su top tres… o cinco. Bailar con Juan era un visaje completo. Recuerdo un video que nos grabaron bailando y casi ni se me ve el rostro porque parezco un trompo dando vueltas. Aunque mi memoria favorita con él es cuando los vecinos de abajo del apartamento de Julián nos callaron a punta de escobazos porque no aguantaban más sentirnos bailar en el piso de madera antigua. Estaba sonando Cachondea y Juan y yo la estábamos dando toda para montar un show de baile digno de nuestra herencia latina.

Más recientemente, coincidí con un chico llamado Gonzalo. Quizás la razón principal por la que nos encarretamos fue por la salsa. O, como diría otro amigo, “a ustedes lo único que los une es el alcohol y la rumba.” Es cierto. Ambos sentíamos que nos hacía falta una pareja de baile, sino que nos confundimos y lo recortamos a ‘ambos sentíamos que nos hacía falta una pareja.’ Duramos muy poco tiempo, pero bailamos mucho. Su estilo era diferente al de todos los demás porque él había tomado clases y era un abanderado de la salsa casino. Me intentó enseñar ese estilo y tuvimos muy buenas tandas de bailoteo, pero más pronto que tarde fue demasiado obvio que si el amor no lo puede todo, la salsa menos.

Con todo ese revolú que traíamos encima mi mamá y yo no hemos querido soltar el tema de la salsa. Así que hoy decidimos empezar a ver la telenovela sobre la vida del Joe Arroyo. Mi mamá va cantando las canciones y yo voy haciendo comentarios sobre lo que va a pasar más adelante en la historia. “Yo no me acuerdo de eso… yo como que no me vi esta novela,” me dice ella. “No creo. Tú no me la dejabas ver cuando era chiquita porque tenía muchas escenas de sexo y drogas,” le respondo … “Yo me la veía a escondidas donde mi papá,” agrego rápido. Después de la fingida mirada de regaño seguimos con los ojos pegados a la pantalla.

En este episodio Álvaro José huye de su natal Cartagena porque sin querer se vio presionado a pedirle matrimonio a Adela, la novia que no quería tanto pero que tiene un hermano bravísimo y sobreprotector. Cuando llega a Barranquilla para cantar en el Carnaval, a la espera de que alguien con poder e influencia se de cuenta de su talento, conoce a Jackie, la niña puppy, hermosa, regia, divina, con plata, que está disfrutando del Carnaval como pataleta rebelde en contra su papá. “Jay papá, quien dijo miedo, ahora sí se juntaron el hambre con las ganas de comer.”

Esos días de Carnaval son una locura para los personajes. Música, baile, miradas, besos, pasión ,deseo, engaño, mentiras, intereses, gritos, llanto, decepción, venganza, ¡de todo!, como buena telenovela. Los hombres sí son una porquería, pana —pienso yo— y uno de vieja es bien estúpido, no joda. La primera vez que vi esta novela, a los diez años, tenía muy claro que todos los adultos eran unos idiotas y unos cochinos. Además, me parecía demasiado ingenua Jackie proponiéndole al Joe disfrutar unos días de Carnaval sin ataduras ni compromisos, sin importar que ambos estuvieran saliendo con otras personas, y prometiendo seguir caminos separados después. Amiga, date cuenta.

Ahora tengo veintidós años y me inquieta lo mucho que simpatizo con el personaje de Jackie. Bien por ella, parándose firme en no querer herir a otra mujer que también ama al pendejo este. Pero a quién engañamos si ambas sabemos que entre la música y los tragos y la parla y el jueguito y el creer tener todo bajo control y demostrarles vainas a otras personas y buscar una historia de amor épica y esto y lo otro… vamos derechito pal hueco. Es que puedo ver a Juliana de diez años gritándole al televisor “¿Tú es que eres pendeja o te haces? ¿De verdad crees que este tipo parlero, que conociste en una fiesta en una ciudad extraña, que tenía una relación super seria con otra mujer, va a portarse bien contigo?” El capítulo se acaba con la imagen de Jackie llorando y diciéndole al Joe que no la vuelva a buscar más. Pero es tan solo el capítulo tres, y en total son setenta y seis. Mi mamá se levanta a preparar la comida y yo me quedo congelada mirando a la pantalla y pensando si debería cumplir con la cita del lunes en el terminal de flotas o hacerme la loca. Amiga, date cuenta.


Amaos los unos a los otros

Día 6 (domingo)

Es domingo, así que lo único que importa en mi lista de quehaceres es ir a la iglesia. Mi mamá y yo llegamos justo a tiempo para agarrar puesto con arrodilladera y ponernos en pie porque empieza la misa. Por alguna razón cósmica nos es casi imposible llegar con tiempo de sobra los domingos a misa. Llevamos viniendo a esta iglesia toda la vida, sabemos perfectamente que está a quince minutos caminando con calma desde la casa y a diez con prisa, pero siempre salimos faltando cinco. En fin.

Yo soy feliz viniendo a misa a esta iglesia cuando estoy en Colombia. Me genera una sensación de hogar que no conozco en ninguna otra iglesia de Bogotá, y mucho menos en los enormes templos vacíos y fríos de Quebec. Aquí crecí y aquí he vivido el 90% de mi vida espiritual. Conozco cada rincón de este lugar, mucha de la gente que lo frecuenta y bastante de su historia de los últimos veinte años. Es simplemente hermoso.

Recuerdo que hubo una época en que yo anhelaba poder asistir aquí a misa los domingos, pero me tenía que conformar con la triste realidad francocanadiense. Mientras tanto mi mamá me llamaba a quejarse porque le estaba perdiendo el gusto a venir aquí. “Ya me estoy como cansando de San Pio, creo que voy a probar ir a otras iglesias así me quede más lejos.” Eso estaba muy raro porque para mí mamá este lugar también es un segundo hogar. Me sorprendió la razón de su descontento: “Es que ya me cansé de que todo el tiempo hablen del amor.”

“Sí, yo sé que Dios es amor y que tenemos que amarnos los unos a los otros, pero es que ya pienso que hay muchas más cosas que se pueden y se deben decir en una homilía,” me explicó un día. Entonces me quedó más claro lo que pasaba. Durante la pandemia mi mamá y yo nos dedicamos a consumir mucho contenido católico por Internet y descubrimos un montón de predicadores muy buenos con estilos diferentes a lo que estábamos acostumbradas. En el tiempo de confinamiento, también la Iglesia Católica buscó la manera de reinventarse. Había una oferta inmensa de charlas, prédicas, cursos y grupos con enfoques diferentes a la típica homilía del barrio. Después de meses recibiendo tanta catequesis virtual quedamos fascinadas con la posibilidad de ahondar en nuestra fe a través de la exégesis y la dialéctica. Lo que pasaba ahora era una consecuencia natural de ese descubrimiento: mi mamá estaba pidiendo más contacto eclesial con un enfoque académico.

La comunidad que habita en la iglesia de nuestro barrio son los Carmelitas Descalzos: una de las órdenes de religiosos y religiosas más famosas de la Iglesia por sus fundadores, Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz. Dos grandes santos españoles que han trascendido completamente las barreras geográficas, entre otras. Ellos no sólo hicieron una reforma enorme al antiguo Carmelo, sino que impactaron profundamente al mundo católico, especialmente Santa Teresa quien es una de las cuatro mujeres (en contraste a los 32 hombres) considerada Doctora de la Iglesia. Más allá de expandirse por el mundo y de enriquecer la doctrina católica, los fundadores de esta orden también han trascendido al contexto secular de la literatura, pues ambos son considerados grandes exponentes de la poesía española y universal.

En ese contexto me crie yo, como persona y como católica. En el contexto del Carmelo Descalzo, de la poesía española, del misticismo, de la reforma a la caridad y la contemplación, del Camino de Perfección y las Moradas, del nada te turbe, nada te espante, y muero porque no muero. Es hermoso. Pero es considerablemente diferente a los otros contextos que mi mamá y yo degustamos en la pandemia. Por más de un año aprendimos y experimentamos los carismas de los Dominicos, Franciscanos, Jesuitas, los laicos de Lazos de Amor Mariano, los activistas católicos argentinos, las enseñanzas de los Padres del Desierto, las luchas históricas y actuales de corrientes reformistas y tradicionales en la Iglesia, etc., etc. Y para un par de mujeres estudiosas interesadas en las Humanidades y las Ciencias Sociales, esos caminos intelectuales son muy llamativos, quizás ahora más que la contemplación mística del amor.

A medida que avanza la misa del domingo yo me quedo perdida en lo carmelitano que es este lugar. El templo vestido en tonos de blanco, beige, y café, los cuadros de los fundadores, la imagen de la Virgen del Carmen, las flores adornando cada punto focal, las citas poéticas en las paredes. Me queda claro lo que me decía mi mamá hace unos meses cuando veo que el padre desarrolla su homilía de una manera tan calmada, alegre y amorosa. Luego, cuando acaba la misa, nos invita a que compartamos en comunidad comiendo en el jardín, o entre semana haciendo parte de los grupos pastorales y de formación. Cómo no se va a sentir esto como un hogar de amor. Cómo no va a ser diferente a la radicalidad académica.

Arrodillada en el momento de la consagración me quedo pensando en esas diferencias, que para mí no son ni buenas ni malas, solo diferencias que complejizan y enriquecen a la Iglesia. Le digo a Jesús que agradezco haber sentido su amor entre carmelitas descalzos y haber tenido el contacto académico a través de aulas de clase y del computador. No cambiaría por nada esta Orden, ni siquiera por la de otro de los Santos más cercanos a mi corazón: San Francisco de Asís. Pero me cuestiono si yo sería otra mujer de no haber sido una niña que vivía bajo el hábito de la más santa poeta mística española. Si no será que mi inclinación débil hacia el amor y el donarse viene de allí. Si en vez de suspirar con la poesía de Santa Teresa y San Juan hubiera alimentado mi fe con los tratados de Santo Tomás o San Agustín, o hubiera seguido las indicaciones de San Benito. Lo que pasa es que me cuesta cumplir el ora y aún más el et labora. En cambio, siempre estuve convencida de que la vida es una mala noche en una mala posada y de que sólo amor es el que da valor a todas las cosas. Tengo marcado en mi mente y en mi alma su frase célebre de vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero. “Pero al final de cuentas,” Le digo de frente en oración, “la frase que más tengo internalizada es la Tuya propia, aquella de amaos los unos a los otros como yo os he amado.”


Ya vamos pa’ once meses

Día 7 (lunes)

Anda, báñate y arréglate, y no pienses en eso. Okay, agarra un bolso, las llaves, audífonos, billetera, sombrilla, y no pienses en eso. Escoge un podcast, no, mejor una playlist, o mejor un video de YouTube, bueno, sólo pon cualquier cosa y no pienses en eso. Camina, camina, Transmilenio, camina, camina, saluda, móntate al carro y no pienses en eso.

-¿Lista?

-Lista.

-¿Estás bien?

-Sí, profe. Un poco nerviosa solamente.

-¿Yo te pongo nerviosa?

-No, no, no, no. Usted no. Es que hoy es un día pa’ estar nerviosa. Pero no es por la clase.

-Bueno, entonces, prende el carro y vámonos.

Prendo el carro y nos vamos. Pareciera que fuera la primera vez que manejo. Se me hubiera hecho eterna la clase si no fuera porque tocó la de rotondas y tenía que hacer mi mayor esfuerzo por no estrellarme. Sobrevivimos a la avalancha de nervios que soy y me despido, dándome permiso ahora sí para pensar en eso.

Mientras voy caminando le mando un mensaje diciendo que voy a esperarlo tomando un café cerca al terminal. No debería meterle cafeína al cuerpo porque es una bomba atómica cuando tengo ansiedad, pero de verdad quiero el sabor a café en mi boca. Me siento en una de las mesitas que tiene afuera la pequeña cafetería, dando gracias de poder recibir el fresquito del viento y espero. Respiro y espero. Espero y respiro. Miro el celular, mensaje de que va saliendo del terminal, respiro y espero. Pago mis $4,500, respiro y espero. Ya le mandé mi ubicación por WhatsApp, entonces él sabe exactamente a dónde llegar. Respiro y espero.

Clavo mi mirada en la taza de café vacía y después de unos minutos la levanto. La mirada. La taza de café se queda ahí, quieta, paralizada igual que yo al verlo acercarse por el andén. Respiro y espero unos pasos más. No puede ser que yo esté de paso en Bogotá, encontrándome con este man que conocí hace una eternidad en un viaje a Cali, una anécdota tan inverosímil para mí que casi parece ficción. Espero dos segundos, respiro, me levanto de la mesa y camino hacia él sonriendo.

-Hola.

-Hola Chinita.

-¿Cómo estás, qué tal el viaje?

-Todo bien. Ya estaba cansado de estar sentado, pero todo ha salido perfecto.

-¿A qué horas sale el otro bus?

-Dentro de cinco horas, a penas para descansar un poco antes de seguir a Cúcuta.

Respiro y espero. Sonrío. Entiendo que me corresponde a mí decir algo, pero él se lanza antes de que se me ocurra qué responder.

-Estás muy linda.

Sonrío y espero.

-No me acordaba que fueras así de linda.

-Bueno, porque la última vez que me viste en persona era una niña.

-Y siempre era de noche y estábamos tomando.

-Cierto.

-Igual, estás muy linda.

-Gracias.

Respiro y espero.

-¿Tienes hambre? Debes estar muriendo de hambre. Tantas horas en bus. ¿Qué quieres comer? Por aquí hay de todo, hay pizza, hamburguesa, sándwich, corrientazos, si quieres podemos caminar al centro comercial y comer cosas internacionales. Debes tener mucha hambre. ¿Qué se te antoja? Estaba pensando en comprar algo y de pronto sentarnos en el parque que queda allí, es bonito, yo solía practicar tenis ahí. Bueno de hecho solo fui a clase tres veces. Luego me rendí. El deporte no es lo mío. Pero el parque es super bonito. Podemos hacer un estilo picnic allá si quieres. O si no podemos ir al centro comercial, está cerca, caminando. O podemos ir a un restaurante, bueno no sé lo que quieras. Tú eres el que debe tener mucha hambre por tantas horas en carretera. Lo que quieras. ¿Qué se te antoja? ¿Tienes hambre?

Él se ríe.

-¿De qué te ríes? Digo sonriendo.

-De ti. ¿Estás nerviosa?

-¿YO? ¿Nerviosa? ¡JÁ! Quien dijo miedo, nerviosa de qué o qué oigan a este.

-Bueno porque yo sí estoy nervioso.

Respiro y espero.

-¿Por qué estás nervioso? ¿Yo te pongo nervioso?

-Sí.

Respiro y espero.

-Pero yo sí lo disimulo bien.

Empezamos a caminar hacia el parque y hacemos dos paradas tecinas. Una para comprar dos hamburguesas. Otra para comprar un six pack y un postre. Caminamos al parque. Hay gente haciendo deporte y gente parchando tranqui. Hay unos que tiene un parlante con buena música sonando. Él me dice que les pidamos que pongan algo bailable para comprobarme lo buen bailarín que es. Yo le digo que no está ni tibio, que por nada del mundo me voy a poner a bailar aquí. Él se ríe, yo me rio. Caminamos otro poquito a donde haya menos gente y nos sentamos en una colina a comer.

Nos ponemos a hablar de mil cosas como siempre. Dejo qué el haga la mayor parte porque ya sé que no puedo encontrar un punto medio cuando estoy nerviosa: o me congelo y no digo ni una palabra, o me suelto en prosa y no hay quién me calle. Así que respiro y espero. Opto por hacer mi rutina: sonrío, agradezco los cumplidos, respondo las preguntas que él me hace, pregunto por su recorrido por el país, asiento periódicamente, ofrezco mi ayuda para cualquier día que esté de visita por Bogotá o Montreal, y cuando debí haberme callado para respirar y esperar suelto un “me alegra mucho verte.”

-A mí también me alegra mucho verte, Chinita. ¿Cuándo nos vamos a volver a ver?

-No sé no creo que pronto, yo me voy en un mes a Canadá. No creo que nos volvamos a ver.

-¿Alguna vez creíste que nos íbamos a volver a ver después de Cali?

-No, nunca.

-Por eso. O sea que todo puede pasar.

-Bueno entonces quizás nos volvemos a ver dentro de siete años.

-O quizás antes. Uno nunca sabe. A veces la vida te da sorpresas.

Nos quedamos hablando mientras pasa la tarde. Ya estamos abriendo la tercera cerveza y miro el reloj. Le digo que por nada del mundo puede perder la flota a Tunja porque yo no le voy a dar posada. Me dice que no tiene la intención de perderla porque unos amigos lo esperan en Boyacá para llevarlo a conocer Bucaramanga.

Nos tomamos la última cerveza y yo, en un ataque de honestidad inducido por el alcohol, le digo que me alegra mucho que esté tomando decisiones drásticas en su vida. Me dice que es difícil arriesgarse a cambiar después de tener una vida establecida por tanto años, pero que está feliz. Me alegro, de verdad me alegro por él. Me da las gracias por acompañarlo en medio de todo eso.

-No es para tanto.

-Sí, sí es para tanto. Creí que no me ibas a responder cuando te contacté por Instagram. O que no te ibas a acordar de mí.

-Obviamente me iba a acordar de ti.

Él respira y espera.

-Igual no te iba a dejar en visto, yo no soy así de grosera. Además, me gusta ayudar a la gente.

-Y yo sí que necesitaba ayuda. Gracias por estar ahí para mí.

Respiro y espero.

-Mira ya todo el tiempo que llevamos hablando.

-Ya vamos pa’ once meses. Le digo y me rio.

-Ya vamos pa’ once meses. Repite entre risas.

Eso es un pequeño chiste interno que tenemos desde hace dos meses. Él, todo dramático, me pregunta un día que cuánto tiempo llevábamos hablando en forma. Yo reviso nuestro chat para tener la fecha exacta y le digo que justo ayer cumplimos ocho meses. Él, todo exagerado, me responde “mierda, ¡ya vamos pa’ nueve meses!” Yo me rio y le digo que no se puede redondear para arriba y que llevamos ocho meses. Desde entonces siempre nos burlamos redondeando para arriba el tiempo que llevamos hablando. Nos dejamos de reír y nos quedamos mirando a los ojos. Yo me pongo nerviosa así que juego con la lata de cerveza. Él me mira a los ojos, sonríe y pone mi mano sobre la mía que no deja de mover la lata. Yo me pongo nerviosa y le digo:

-Ya deberíamos dejar de decir eso de que vamos pa’ once meses. Suena como si tuviéramos una relación y celebráramos mesiversario.

Él respira y espera. Quita su mano cuando yo hago un movimiento brusco.

-Sí ya deberíamos dejar de decir eso.

Miro el celular y le muestro que ya es hora de regresar al terminal. Sonreímos tímidamente y nos paramos del pasto. Botamos las cajas y las latas en la basura. Recogemos nuestros corotos y hacemos el camino de regreso al terminal. Cuando llegamos, ubicamos la puerta que le corresponde y nos miramos para despedirnos. Le doy un abrazo y le digo que se cuide. Él asiente y me repite lo mismo. Nos miramos una última vez y yo doy dos pasos hacia atrás antes de voltearme para salir de allí. Respiro, espero, doy otros pasos más y volteo a mirar. Lo veo parado ahí mirándome y le sonrío para alentarlo un poco. Él me sonríe de vuelta y se voltea para montarse al bus. Entonces me quedo quieta, viéndolo sentarse en un puesto atrás, al lado de una ventana. Sonrío, respiro y espero.