Mi casa de mentiras

Juliana Castañeda
junio 2022

No recuerdo la primera vez que dije una mentira. Debió haber sido demasiado pronto para mi memoria. Pero recuerdo claramente la primera vez que dije una grosería. Me dejé llevar por la magia del cine y la escupí automáticamente, sin ser consciente de que tenía compañía.

No podía apartar los ojos de la pantalla donde Nicolas Cage y sus dos mosqueteros habían perdido el mapa del tesoro que limpiaría el nombre de la familia y los sacaría de pobres. La ilusión del espectáculo y los años de meticulosa escucha de mi entorno me prepararon para ese anhelado momento. Quizás por eso salió tan naturalmente, tan poco forzada, la estridente voz aguda que se tiene a los seis años susurrando “jueputa”.

Esa también sería una primera ocasión para mi mamá. La primera vez que se escandalizaría por mis palabras. Me regañó y me regañó y me regañó, pero de eso no era la primera vez. Luego me hizo prometerle que no iba a decir más vulgaridades nunca. Quizás ese también sea el recuerdo de mi primera mentira.

Por ese entonces apareció una pequeña gotera en la casa. Difícilmente se podía escuchar el toque del agua con el piso por encima del ruido del televisor, en las noches que decía estar bien sintiéndome enferma o en las que fingía estar enferma sintiéndome bien. Tampoco me daba cuenta de las manchas de agua en el piso por estar convenciendo a otros de que no me dolía el corazón. De tanto repetir que no me importaba lo que dijeran o hicieran los demás me forjé una reputación de frescura que crecía con la humedad en las paredes.

Luego llegó el invierno y las constantes lluvias hacían que la gotera no parara ni por un día. Los primeros intentos de decir mentiras más serias eran descubiertos patéticamente. Pero, como buena estudiante, aprendí rápido a controlar mis ojos, mis movimientos, y el color de mi cara para no delatarme. En esos años comprendí aquella frase de cajón que dice que cada fracaso es una oportunidad de aprendizaje. Es cierto. Por cada mentira descubierta aprendía tres o cuatro nuevas formas de ocultar y distraer para la próxima ocasión.

También fue muy útil contar con ejemplos a seguir. No sé en qué momento la alumna superó a los maestros y pude usar sus propias técnicas de engaño y manipulación en su contra. Tan divertidos eran los juegos de agua hasta que alguien insistía en recordar la gotera que empezaba a inundar la casa. Entonces, cansada de esa situación, decidí comprar otra casa porque no se me dan muy bien las reparaciones de interiores.

Cuando dejó de llover se nos olvidó el asunto de la gotera, pero más temprano que tarde empezó, en una esquina casi imperceptible de la nueva casa, otra pequeña gotera. Luego se abrió otra en la esquina opuesta y luego otra en la mitad de la sala. Las mentiras seguían siendo casi las mismas, pero esta vez había agujeros más difíciles de ignorar.

Es lindo cuando alguien intenta poner un balde debajo de la gotera para que no se moje el piso, pero me da pena fastidiar a la gente con esos pereques. Quisiera poder contratar un plomero o algún todero que arregle todo este desastre de una vez por todas, pero la mano de obra está demasiado cara, así que supongo que tendré que ponerme yo misma en esa penosa labor.

La iniciativa de arreglar las goteras es más fuerte cuando llueve, en esos días casi me decido por salir de este naufragio. Pero, al mismo tiempo, hay veces que es un poco tranquilizador escuchar el goteo lento y constante. Es como un metrónomo que me arrulla cuando quiero dormir y me marca el ritmo durante día. Igual creo que ya es tiempo de arreglarlo, antes de que nos caiga otra vez el diluvio universal.

Me pondré en esas a primera hora mañana y no pararé hasta que quede completamente sellado el techo de mi casa. Espero que esa no sea otra más de mis mentiras. Ya es difícil hasta para mí reconocerlas.