Esa mañana

Juliana Castañeda
mayo 2022

Esa mañana despertó con el mismo dolor de garganta de siempre. No había abierto los ojos y ya podía sentir la molesta acidez que le hace empezar cada día con el pie izquierdo. Cuando intentó sacudirse la caprichosa tensión del cuello, sintió la humedad de la almohada. Fue ese contacto con su rostro caliente lo que la levantó de la cama.

Con los ojos medio cerrados vio al hombre descansando, en un sueño tan profundo que no se inmutaba ni por la constante gotera de babas que dejaba una mancha en la almohada, parecida a la que sintió su cachete unos segundos antes. Cuando por fin se despierte tendré que echar a lavar estas fundas y cambiar de sábanas, pensó.

Tanteó la mesa a su izquierda hasta que su mano encontró la botella de agua que cada noche deja ahí para aliviar la incurable sequedad en el gaznate. Con el poco ánimo que tiene en las mañanas la abrió y levantó el codo para beber un poco. Tuvo que bajar el brazo muy pronto, cuando sintió un chorro resbalarse por su barbilla y cuello hasta empapar su camiseta. Tocará echarla a lavar también más tarde.

Se paró de la cama, caminó hacia el baño, se sentó a orinar y luego se lavó la cara, en parte para despertarse completamente, en parte para quitar las manchas de baba seca alrededor de la boca. Por fin, con los ojos bien abiertos, se miró al espejo y notó que algo estaba raro.

Fue difícil identificarlo inmediatamente. Se confundió por la aversión que sintió al ver sus dientes tan inoportunos. Suficiente tenía con tener que verlos cada vez que se cepillaba, lo único que faltaba era que también sobresalieran sin necesidad de hacer muecas. Fue entonces cuando notó lo que no cuadraba en su rostro. Sus labios. Más bien, la ausencia de labios.

No sabía qué había pasado con ellos. Estaba segura de que los tenía antes de irse a dormir. Podía recordar haberse puesto hidratante en la noche, previniendo que la mezcla de acidez y babas los alcanzaran y la hicieran despertarse antes de que sonara la alarma.

Bueno, al menos ya no tendría que gastar plata en brillos y labiales que se parten y se pierden a cada rato, pensó. Pero seguía sin aguantar la incomodidad de ver sus dientes así, tan a la intemperie, sin nada que los cubriera para hacer menos intimidante su rostro. Parecía que sus labios se hubieran desinflado completamente, sin dejar siquiera rastro de piel colgante.

Quizás lo extraño es tener labios, pensó. Son un exceso de carne rojiza, como si algún bicho hubiera picado dos veces, una debajo de la nariz y otra encima de la barbilla, haciendo que la piel se inflame hasta dejar dos protuberancias delante de los dientes. Exhaló con cansada resignación y se metió en la ducha para dejar que el agua lavara su pereza.

Sin moverse demasiado, mientras sentía el agua caliente quemarle la piel, pensó en que ya no podría señalarle a su esposo dónde está lo que busca. El solo movimiento de cabeza en alguna dirección no es suficiente. Además, sin ayuda de los labios para indicar la dirección, iba a parecer un perro energético que mueve la cabeza sin razón.

Maldita sea, pensó, ahora cómo le voy a hablar a los vendedores en las tiendas si no puedo pronunciar que “quiero algo bueno, bonito y barato”. Intentó hacer su clásico sonido de exasperación, como un relinche, pero le salió un patético chasquido de dientes. Al menos aún puedo hacer “ugggh” cada vez que llego del trabajo y veo a mi marido pegado al sofá viendo televisión, se dijo a sí misma. Aunque claro, no voy a poder decirle con mi cara que está diciendo estupideces si ya no puedo apretar y aplanar los labios.

Ahí se dio cuenta de que seguramente llevaba mucho tiempo en la ducha. Cerró la llave y salió en dirección a la habitación, más limpia que antes pero igual de cansada. Optó por recostarse otro rato, teniendo en cuenta que se iba a ahorrar el tiempo que gasta cocinando y comiendo. Supuso que masticar la comida sin nada que proteja la boca iba a dejar un reguero que no planeaba limpiar, suficiente tenía ya con tener que lavar el juego de cama.

Se puso la pijama otra vez y cayó en cuenta de que ya no iba a poder sentir la dulzura del arequipe untada en sus labios. Al menos me voy a ahorrar el montón de plata que suelo gastar en helado, se consoló. Tampoco va a tener sentido comer chocolate sin poder dejar que se derrita en la boca en vez de masticarlo. Bueno, ni modo, al menos así tendría asegurado por fin bajar de peso. Aunque ya de qué sirve, pensó, si igual no voy a poder darle besos a mi marido cuando se dé cuenta de que volví a ser delgada como cuando nos conocimos.

Volteó la almohada para emparejar la humedad y cerró los ojos. “Mierda” pensó de repente “¿y ahora cómo voy a beber cerveza?”