Entre la virtud privada y la representación pública

Por Juliana Castañeda

29 de noviembre de 2022

Todos hemos escuchado la pregunta de si es posible separar al artista de su arte. Es un dilema que, generalmente, sale en conversación para discutir la gravedad del comportamiento del artista y si eso es motivo suficiente para repudiar su trabajo. Sin embargo, es mucho menos común tomarse la molestia de pensar esa pregunta para el caso de un político o funcionario público.

Quizás valdría aún más la pena reflexionar si es posible –necesario, incluso– separar o no la labor de un político de su vida privada. Por supuesto que han surgido grandes debates al respecto en momentos de elecciones presidenciales, cuando el mundo se pregunta si vale la pena contratar como jefe ejecutivo supremo a un xenófobo machista que, no obstante, ha demostrado tener la capacidad de generar riqueza. O en menor escala, cuando una sociedad hundida en la violencia y la desconfianza se debate si es posible confiar en quien alguna vez perteneció a un grupo armado para que impulse una nueva era de paz y reconciliación. Pero, inevitablemente, después de un par de meses se pierde el hilo de la reflexión colectiva sobre lo que se espera y exige de un funcionario en lo público y en lo privado.

En una escala incluso menor, está el caso de un colombiano que reside en Estados Unidos y participa activamente en el debate político y social sobre Colombia en Twitter. Hace unos meses, el activista Beto Coral subió a sus redes sociales un video explicando las razones que lo llevaron a retirar su candidatura para un puesto de representación ciudadana. Su monólogo me llamó la atención por tres motivos: el primero y principal es que contaba varios chismes llamativos; el segundo es que es inevitable no preguntarse si sus razones para rechazar un cargo público son exageradas; y el tercero es que me llevó a intentar imaginar una sociedad donde todos se rigieran bajo esos parámetros de conducta moral y coherencia política.

Como era de esperarse, las palabras y acciones de Coral fueron motivo de cuestionamiento, burlas y peleas en Twitter (plataforma que se caracteriza por ese ambiente). Puesto que el video fue publicado en septiembre y olvidé guardar el tweet, no fue posible refrescarme la memoria sobre los detalles de la explicación y la reacción de otros usuarios. Sin embargo, recuerdo perfectamente lo esencial de la declaración: Beto Coral había decidido frenar su naciente carrera política, unas semanas o meses antes de la publicación del video, porque le había sido infiel a su exnovia.

Según Coral, la conciencia de haber lastimado a la persona que había confiado en él lo hizo reconsiderar su capacidad para tomar un puesto de representación popular. Sucumbir a la tentación carnal, utilizar a una tercera persona, lastimar a dos mujeres, ser el causante del fracaso de la relación con la que estaba comprometido, lo llevaron a reflexionar sobre sí mismo y sobre su capacidad para ejercer como político. En su confesión pública declaró no querer ser un hipócrita que alardea de poder representar a otros conciudadanos que depositan su confianza en él si no era capaz de comportarse rectamente con quien ama.

Mi primera reacción al escuchar el raciocinio para retirar su candidatura fue de incredulidad. Rápidamente pensé que ese señor había sido un poco exagerado e impulsivo renunciando a su carrera política por una infidelidad. Pero luego cuestioné mi propio pensamiento y la manera tan automática en que surgió.

Si bien parece que ser infiel no es una razón suficiente para desmotivarse de entrar en política, no menos cierto es que siempre he pensado que la infidelidad es uno de los peores daños que se puede hacer. Entonces, si la infidelidad es reprochable, ¿por qué la propensión a mitigar su relevancia al momento de ejercer en la política (o en cualquier profesión, a fin de cuentas)? ¿Por qué fue tan fácil separar al artista de su obra, separar la vida pública del funcionario de su vida privada?

Finalmente, la reflexión de Coral me hizo imaginar sarcásticamente una sociedad en la que todos fuéramos coherentes con quienes somos en lo privado y cómo desarrollamos nuestra vida pública. Tendríamos que pensar en un mundo en el que Fernando El Católico, Luis XIV de Francia, Napoleón Bonaparte y Felipe IV de España no hubieran sido regentes si tuvieran la conciencia de Beto Coral. Curiosamente, estaríamos hablando de un mundo más cercano al ambiente político y social de Estados Unidos en 1998, con la controversia de Bill Clinton luego del escándalo sexual que coprotagonizó con Monica Lewinsky. Aunque esos son solamente unos pocos ejemplos, insignificantes, de entre los que se sabe abiertamente que no estarían de acuerdo con Coral.

Para quienes se preguntan por qué Beto Coral decidió ventilar innecesariamente su vida privada en redes sociales: según él mismo cuenta, un par de personas –entre ellas la también activista y destacada comentadora en redes sociales Juana Afanador– intentaron chantajearlo.

Parece que lo estaban amenazando con hacer pública su infidelidad si no dejaba de opinar positivamente sobre algún nombramiento que había hecho el recién elegido presidente Gustavo Petro. Queriendo prevenir un escándalo, que probablemente hubiera estado plagado de exageraciones y falsedades, Beto Coral optó por abrirse él mismo a la verdad para que Juana Afanador no tuviera el poder de controlar la narrativa de su vida privada. Narrativa que, como también explica el propio Coral, él le había confiado a ella en ánimo amistoso y que ahora ella quería usar para manipular la opinión política de algunos usuarios de Twitter.

Vale la pena volver a preguntarnos si estaría bien que Afanador también se abstenga de continuar una carrera en lo público, o si nuevamente podríamos separar el arte del artista, a la activista de la chantajista.