Un nuevo aire para la democracia colombiana
Por Juliana Castañeda
8 de Agosto de 2022
Me es difícil creer que en algún otro país y en algún otro tiempo se haya celebrado una posesión presidencial al estilo de una fiesta nacional como se vivió ayer en Colombia. El escenario principal en la Plaza de Bolívar y todos los otros puntos de encuentro en Bogotá, Cali y Medellín estuvieron llenos de espectadores que disfrutaron de un despliegue de arte y cultura. La ceremonia central estuvo cargada de simbología a través de los invitados, los discursos del presidente electo y del presidente del Congreso, el juramento de la nueva vicepresidenta y la imagen conmovedora de María José Pizarro poniéndole la banda presidencial a Gustavo Petro. Todo en conjunto fue un homenaje a Colombia como nación diversa e inclusiva, pero aún más importante es que fue un recordatorio del carácter democrático que suele ser ignorado en Colombia y que ahora vuelve a dar signos vitales.
Los primeros síntomas de esta regeneración aparecieron semanas antes del cambio de mando, a medida que el presidente electo iba anunciando su gabinete de ministros. Aunque todas son elecciones muy interesantes y aparentemente acertadas, hubo dos en particular que llamaron la atención: José Antonio Ocampo como ministro de Hacienda e Iván Velázquez Gómez como ministro de Defensa.
El de Ocampo fue uno de los primeros anuncios que hizo el presidente y rápidamente fue acogido de manera positiva por varios sectores del país. El nuevo ministro de Hacienda es doctor en economía, ha sido profesor en las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, ha sido ministro de Agricultura y Hacienda en el pasado, fue secretario ejecutivo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), secretario general adjunto de las Naciones Unidas para Asuntos Económicos y Sociales y codirector del Banco de la República.
En cambio, el anuncio de Velázquez en el ministerio de Defensa generó reacciones negativas por parte de la oposición y ciertas dudas entre los partidarios del nuevo gobierno que lo veían mejor perfilado como ministro de Justicia. Iván Velázquez es un experimentado abogado que ha sobresalido por su lucha contra la corrupción y la impunidad en Colombia y Guatemala. De su trabajo en Colombia se destaca su investigación y denuncia en contra de narcotraficantes, paramilitares y parapolíticos. Fue nombrado por la ONU como comisionado de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, pero en 2017 fue declarado persona no grata por un expresidente guatemalteco luego de que pusiera en evidencia casos de corrupción que concluyeron con la renuncia y el encarcelamiento del entonces presidente Otto Pérez Molina y de la exvicepresidenta Roxana Baldetti.
Los más fieles partidarios del uribismo calificaron el designio de Velázquez al mando de las Fuerzas Armadas como una amenaza a la oposición, mientras que quienes celebraban el nombramiento no perdieron la oportunidad de compararlo con el último ministro de Defensa de Duque. Durante el evento de posesión de Diego Molano, tras la muerte por Covid-19 del anterior ministro, Iván Duque señaló que las características destacables de Molano para ocupar el cargo de ministro de Defensa eran ser hijo de un militar, haber nacido en el Hospital Militar y haber asistido al Colegio Militar Patria. Ese fue un despliegue de elocuencia que, más allá de develar lo ridículo del nombramiento y del discurso, pone en evidencia la mala costumbre de entregar cargos públicos por conveniencia y no por mérito.
Ya concluidos los anuncios de quienes serán los nuevos ministros, pero especialmente con el nombramiento de alguien como Velázquez, que ha sido perseguido por hacer demasiado bien su trabajo, es imposible no ver el contraste entre un equipo de trabajo capacitado y uno de exhibición. Designar a personas inexpertas por su fanatismo hacia una corriente política dista bastante del ideal democrático y diagnostica el ego frágil de quien no gobierna como un líder sino como un titiritero. El miedo de quien soberbiamente quiere conservar el poder para sí le impide colaborar con entes externos que no sean del todo compatibles con los de su tipo. Ese estilo de mando, tan enraizado en Colombia, se asemeja también a ciertas enfermedades de las articulaciones, el sistema digestivo o la piel, que suelen ser una somatización del deseo obsesivo de controlar y la incapacidad de confiar.
La inclusión de José Antonio Ocampo en el ministerio de Hacienda fue tan sorprendente debido a esta historia clínica de Colombia. Pocos esperaban que el encargado de dirigir la economía en el primer gobierno de izquierda fuera alguien tan versado en la academia estadounidense. El nombramiento fue aplaudido por todas las partes, pues son innegables las capacidades de Ocampo y con su designio se puede atisbar la voluntad del nuevo presidente de diversificar el liderazgo de la nación. Ocampo ha sido honesto al señalar sus diferencias y puntos de convergencia con el presidente y reconocer que, pese a no ser petrista, aceptó el cargo para “hacer un gran acuerdo nacional”. Otro síntoma más del aparente enfoque en nutrir el gobierno desde diferentes frentes en vez de purgar a la clase dirigente de Colombia.
Las acciones y actitudes de Gustavo Petro y Francia Márquez desde su triunfo electoral han sido una especie de triage que pinta mejor de lo que se especulaba. Ha sido reconfortante su énfasis en la unión y la confianza para intervenir una nación enferma en sus entrañas, sus articulaciones y su cubierta. El desespero incontrolable por los dolores que no se podían seguir anestesiando dieron su primer suspiro de alivio ayer al son de los ritmos autóctonos que se cantaron y bailaron por toda Colombia. Ahora, a semejanza de los nuevos mandatarios, nos queda soltar y confiar en quienes tienen a cargo la construcción de una democracia sana.